El dibujo con el que ilustramos esta edición de Jopara, nos abrió una ventana más grande de lo que esperábamos, nos sorprendió! Calzó justo como mostración de lo que aquí hacemos.
Ogwa/Flores Balbuena (1937 – 2008) fue un artista ishir1, traductor e informante. Nace marcado por la división de dos mundos (de madre ishir-ebytoso y padre blanco, combatiente de la guerra del Chaco). División que conlleva una pluralidad de posiciones de enunciación que favorece el devenir de su obra. Su lugar de traductor vehiculiza idiomas, narrativas, cosmovisiones y dibuja ahí donde la palabra le falta.
En su trabajo con reconocidos antropólogxs y etnógrafxs, nos muestra el pasaje de distintas operaciones y regulaciones de lo que se dice, lo que se escucha, lo que se traduce y se escribe. Finalmente, el paso de un escrito a otro escrito.
Encontramos en estas operaciones realizadas por Ogwa, el tríptico introducido por Allouch2 con el cual recoge lo que Lacan, leyendo a Freud, llama la clínica de lo escrito, subrayando lo que hace Freud al otorgar al sueño el valor de una formación literal: leer los sueños como si fueran escritos.
¿En qué territorio estamos? ¿qué bordes y litorales epistémicos tocamos? psicoanálisis, etnografía, lingüistíca, arte… diversas disciplinas que generalmente se entrechocan.
Fue así que nos reunimos con Ticio Escobar. Luego de contarle nuestras búsquedas, idas y venidas… le pedimos que nos cuente su vínculo y experiencia con Ogwa, que fue uno de sus informantes durante los muchos años que le llevó escribir varios de sus libros sobre la cultura indígena en el Chaco paraguayo.
Esta fue su respuesta.
Considero interesante tomar el caso de Ogwa para divagar sobre traducciones, transcripciones y transliteraciones. Estos conceptos transcurren involucrados en las diferentes dificultades y posibilidades de pasar de un régimen de escritura a otro; por eso, en situaciones extremas, como las que se dieron con Ogwa, se complican ad infinitum y exigen rodeos intrincados para emplear las figuras del tríptico en cuestión.
La vida de Ogwa transcurrió en diversos escenarios y dimensiones; en algunos casos, incompatibles entre sí. Había nacido en una familia ishir-ebytoso de madre nativa y padre criollo, lo que en esa época (entre 1934 y1937) significaba más que una causal de exclusión, casi un problema lógico, y aun ontológico: su nombre no podía ser inscripto en un clan determinado (la clasificación clánica sostiene la arquitectura sociocultural del grupo). Sin embargo, su paso por los rituales iniciáticos ishir y su temprana cercanía con el mundo de los chamanes, así como el poderoso linaje de su madre, le permitieron ser anotado tardíamente en el clan posháraha, el de las temblorosas libélulas. Aun así, su posición seguía siendo vacilante: no llegó a ser chamán ni alcanzó a ser definido lo que podría ser traducido como su “puesto” en el riguroso armazón simbólico comunitario. Este estatuto ambiguo creaba una incomodidad ‒en términos de su sentido de pertenencia etno-social‒ que lo llevó a alejarse de su comunidad original y ganarse la vida en el irreal Chaco paraguayo ejerciendo tareas inverosímilmente variadas. Trabajó bajo el mando de militares, religiosos, obrajeros, comerciantes y estancieros. Y, al tiempo que en cada situación sufrió explotación y maltrato, aprendió destrezas e idiomas varios. Aparte de su propio idioma, Ogwa terminó hablando el de otros pueblos indígenas, además del guaraní criollo, el español y el inglés. Uno de los trabajos que más le marcó fue el de traductor de la biblia (del inglés al español y al ishir) en una etnocida misión de ultraderecha (To New Tribes). Allí lo bautizaron como “Flores Balbuena” y fijaron a tientas el año de su nacimiento (1937), detalle que para los ishir no tiene importancia alguna.
El otro trabajo destacado fue el de informante de la eminente antropóloga eslovena-paraguaya Branka Susnik, también sobreviviente tenaz (de la persecución nazi) y también políglota. En jerga etnoantropológica, se llama “informantes” a los traductores de una cultura indígena a una occidental. No se trata de una mediación intercultural simétrica, pues los indígenas aprenden de los blancos directamente de los vínculos que mantienen con ellos, marcados por las desigualdades coloniales. Muchos años después, Ogwa fue informante del antropólogo argentino Edgardo Cordeu, y aún muchos años más, hizo ese trabajo con Guillermo Sequera3 y conmigo, separadamente. Con cada uno de nosotros comenzó a sistematizarse la práctica de complementar sus informes con dibujos. (Había dibujado para Susnik y Cordeu pero no de manera metódica).
La imagen se volvía fundamental por diversos motivos. Aunque Ogwa hablaba el español y el guaraní, lo referido a lo mítico-ritual y lo estético-expresivo (que es lo que me interesaba) se encontraba inscripto en otra episteme. Las palabras referidas a lo que Occidente llama “religión” o “arte” quedaban desprendidas de sus significados originales, no sólo por incompatibilidades semánticas, sino por la manipulación del nombre de las figuras míticas que habían hecho los blancos, en especial los misioneros; éstos llegaron a colonizar profundamente la cultura ishir-ebytoso (no así la ishir- tomáraho, casi idéntica pero diferente en su etnohistoria). Los misioneros de To New Tribes comenzaron a traducir los nombres de los personajes y fuerzas sobrenaturales desfigurándolos, ridiculizándolos y tergiversando sus significados. Por ejemplo, el término anábsoro (correspondiente aproximadamente a las deidades dema de la antropología) fue traducido como “payaso”; así comenzaron a llamarlos los propios ishir-ebytoso, y así lo hacen hasta hoy. Nemur, divinidad superior, fue traducido como “Dios” (cristiano), y Ashnuwerta, una suerte de omipotente protomadre, como “la Virgen”. Entonces, cuando Ogwa hablaba de “los payasos”, luego de muchos malentendidos, uno debía volver a traducir como “dioses”; pero tampoco eran tales, en el sentido que tiene este término para la cultura occidental. Quizá su papel estaba más cerca de héroes culturales/sobrenaturales, pero en español y guaraní quedaron divinizados en clave cristiana.
La vacilante y entrecortada cadena de transcripciones y traducciones se complicaba porque mis informantes originales habían sido los ishir-tomáraho, cuyo corpus mítico-ritual no es idéntico al de los ishir-ebytoso. Cuando en 1986 entré en contacto con aquéllos, sólo sobrevivían 87 personas en una aldea completamente aislada de la sociedad nacional. Los ishir-tomáraho no hablaban más que su propio idioma, que debía ser traducido al guaraní por Chaáro, ebytoso; cuando éste no se encontraba presente, era grabado en los casetes empleados entonces. Asistí durante años a sus esplendentes rituales y escuché sus enigmáticos e inquietantes mitos. Pero el proceso de transcripción-traducción resultaba muy difícil porque las figuras mítico-rituales suponían una lógica discursiva propia, irreductible en gran parte a nuestro pensamiento. Además, los ritos no son la puesta en escena de los mitos (no los traducen escénicamente), como a menudo se afirma: los personajes “divinos” adquieren facultades y temperamentos diferentes según sean narrados o actúen en el hárra4, la escena ritual, sólo traducible mediante imágenes. Los ebytoso habían perdido sus rituales y creencias a mediados del siglo pasado; los tomáraho (que han sobrevivido y crecido) los mantienen firmemente hasta hoy.
Precisé hacer este rodeo para explicar que Ogwa me hablaba de recuerdos de prácticas y saberes adquiridos durante su periodo iniciático entre los 10 y los 14 años, y los complementaba (o mezclaba) con la potente imagen-palabra tomáraho que él conocía. También me traducía las larguísimas grabaciones que yo había hecho con los tomáraho sin entender una sola palabra de lo que decían. A veces, Ogwa actuaba como un traductor conscientemente infiel, pues no estaba de acuerdo con lo que decían los tomáraho; en cuanto sus regímenes, llamémoslo “religiosos”, diferían en ciertos puntos (como los de los católicos y evangelistas, por ejemplo). Entonces, en ocasiones sin advertírmelo, cambiaba el relato; lo “corregía”, según me explicó una vez. En medio de tal maraña de traducciones alteradas y transcripciones forzadas, el uso de la imagen comenzó a jugar un papel cada vez más importante porque era empleada en el mismo nivel que el del lenguaje o, por lo menos, en su misma frecuencia, para usar un término comunicacional.
Una digresión: detrás de las enmarañadas y superpuestas redes que multiplican las esclusas entre palabras de orillas enfrentadas, se encuentra la trampa antigua de la representación, que, por lo menos desde Platón en adelante (sabemos que desde bastante antes), trata inútilmente de conciliar signo y cosa por encima del tajo sin cura del lenguaje. Ese intento de concertación se encuentra destinado a fracasar por su imborrable origen metafísico (que paraliza en sí mismos los términos opuestos), pero resulta fecundo en sus obstinados esfuerzos que mortifican y animan todo el devenir de la cultura occidental (de haber sido triunfante, la tarea de Sísifo no habría sido fructífera). Ahora bien, la cultura ishir, como las culturas indígenas en general, no crecen sobre la plataforma escindida de la representación. Las cosas, los hechos y los dioses no se representan; se manifiestan, se presentan, irrumpen: entran y salen del círculo del símbolo sin mucho trámite, sin verse afectados en su discurrir incomprensible. Los oficiantes se vuelven dioses al entrar en el hárra, la escena de la representación. Los chamanes cambian de género, devienen animales, fuerzas sin nombre, viento o agua, y recobran su identidad (que nada tiene de idéntica a sí misma) sin alterar el curso de sus oscuros quehaceres. El sueño no constituye el lado cifrado de la realidad, sino la continuación de ésta en otro terreno. Ogwa no había alcanzado grado chamánico (era un konsára pórro, un aprendiz de chamán), pero sabía asomarse al abismo de los chamanes para entrever fugazmente lo imposible de ser visto y narrado (y, menos aún, comprendido).
Progresivamente me comenzó a interesar la dimensión estético-expresiva de los dibujos, que en un comienzo habían sido considerados puros intentos de suplir los huecos de las palabras, meros documentos informativos (simple studium, en términos de Barthes; descripciones sin punctum, sin pliegues ni dobles fondos). Pero mi atención por la intensidad formal y la poesía de la obra me iban conduciendo, mediante desvíos, a lo que quería llegar: la cuestión del arte. Obviamente, el término “arte” nada tiene que ver con el léxico indígena, pero corresponde tan ajustadamente a lo que en Occidente se llama así, que así podría ser traducido en medio del laberinto de espejos (en parte ciegos, quebrados en parte) que significa el camino fragoso de la traducción. El propio término “arte” es indefinible, de modo que nos encontramos en terrenos afines; ininteligibles pero afines. Básicamente llamamos “arte” al conjunto de operaciones sensibles que apuntan a intensificar la experiencia del mundo: un juego con los sentidos que busca el sentido; inútilmente, claro.
Inútilmente, pero no tanto, porque esa búsqueda insensata de apresar lo que se va perdiendo “como en un caño agujereado” produce en su afán desatinado formas, voces, imágenes y palabras sueltas que pueden ser montadas en diferentes configuraciones generadoras de significación intensa, aun momentáneamente. Pueden soltar “líneas de fuga” o desembocar en espacios heterotópicos, en el sentido de Foucault; lugares perturbadores, cargados de presagios e inminencias. Da igual que estas dimensiones sean intraducibles e intrascriptibles; lo importante es que, en sus desplazamientos, las palabras y las imágenes aporten energías que sigan agitando el deseo de sentido, insaciable como cualquier deseo, como cualquier sentido. Que sigan, dice Benjamin “estremeciéndose de reflejos de futuro”.
Es en esta dirección que Ogwa escribe con imágenes. No sólo salva los agujeros del lenguaje, sino que pasa con naturalidad por entre ellos, sin inmutarse. Es que los indígenas están libres del lastre metafísico que separa la materia y el espíritu, el signo y la cosa; el sujeto y el objeto, en última instancia. Diestros caminantes, cruzan con facilidad las fronteras inventadas e impuestas por los blancos. Pagan, quizá, otros costes; pero sus muchos pesares no les impiden conciliar, fugazmente, mundo y lenguaje; no les impide atrapar sombras ni soñar despiertos.
Por último, la imagen tiene precisamente esa propiedad: salta con libertad entre términos opuestos; muestra y oculta, asegura y niega, indica lo que es y lo que no es. Por eso puede llegar adonde no puede hacerlo la palabra. Y cuando se asoma al abismo (de los chamanes, del arte) “imagina” el sentido, lo real, sin pretender transcribirlo.
Sobre el autor:
Ticio Escobar (Asunción, 1947) Curador, profesor, crítico de arte y promotor cultural. Es fundador del museo de Arte Indígena de Paraguay y director del Centro de Artes Visuales /Museo del Barro de Asunción. Su trabajo se centra en el estudio del arte indígena, popular y contemporáneo incluyendo la teoría estética y cultural y el análisis del impacto de la globalización en las culturas locales. Recibió premios internacionales y condecoraciones otorgadas por Argentina, Brasil y Francia, así como Doctorados Honoris Causa otorgados por universidades latinoamericanas.
Autor de una vasta producción, en la que se destacan El mito del arte y el mito del pueblo (1986); La belleza de los otros (2012); La maldición de Nemur (2007); Aura Latente (2020) entre otros textos y publicaciones.
- Pueblo indígena que habita la región de Alto Paraguay, Paraguay ↩︎
- Allouch, Jean. Letra por Letra. Traducir, Transcribir, Transliterar. Edelp. École lacanienne de Psychanalyse. Trad. de M. Pasternac, N.Pasternac y S.Partenac.Bs.As. 1993 ↩︎
- Antropólogo y etnomusicólogo paraguayo. ↩︎
- Hárra: círculo ritual abierto en medio de la aldea. ↩︎